
Ahora, en el apartamento que una vez amó tanto, Ilinca sentía que el aire ya no era respirable. Las palabras de Petru aún resonaban en la habitación, pero algo había cambiado profundamente dentro de ella.
Años de compromisos y pequeñas decepciones se habían acumulado hasta formar una montaña que ya no se podía ignorar.
—Criatura. —Así la había llamado. No “cariño”, no “mi amor”, ni siquiera por su nombre, sino “criatura”. Como si no fuera más que un objeto, un simple medio para su comodidad.
Ilinca respiró hondo y sorbió de su café, que ya comenzaba a enfriarse. Sus manos temblaban levemente, pero su voz se mantuvo serena cuando habló:
—¿De quién es este apartamento, Petru?

Él la miró con sorpresa, todavía enfadado, como si su pregunta fuera una molestia innecesaria.
—¿Qué clase de pregunta es esa? Nuestro, por supuesto.
Ilinca se mordió el labio, luchando contra una oleada de ira que estaba a punto de estallar.
—No, Petru. Es mío. Solo mío. Lo compré con el dinero que heredé de mi madre y con mis ahorros. No pagaste ni una sola factura el año pasado.
La cara de Petru se puso roja y luego hizo un gesto despectivo con la mano.
—No empieces otra vez con eso. Sabes que estoy pasando por un mal momento. Ya hemos hablado de eso.
Ilinca se levantó de la mesa y fue al dormitorio. Abrió el armario y sacó una vieja maleta de detrás de la ropa de Petru, que ocupaba casi todo el espacio.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó él, siguiéndola con la mirada.
Ilinca empezó a empacar metódicamente sus cosas personales: algo de ropa, documentos importantes, su laptop de trabajo, el cargador.
Sus movimientos eran precisos, mecánicos, como si las decisiones ya hubieran sido tomadas hacía mucho tiempo y solo esperaran el momento adecuado para ponerse en marcha.
—Ilinca, no seas ridícula —gritó Petru, levantándose por fin del sofá—. Hablemos como adultos.
Ella se detuvo un momento y lo miró. En sus ojos no había preocupación por ella, sino miedo por su propia situación. Qué curioso que solo ahora lo notara.
—Dos años, Petru. Dos años aguantando tus excusas, tus promesas, tus mentiras. Dos años viviendo tú a costa mía sin aportar nada.
Pero una cosa ten clara: tu hermana no se mudará aquí. Nadie más lo hará.
Petru pasó de la ira a una falsa dulzura en un instante. Era un maestro de la manipulación emocional, siempre sabiendo cuándo cambiar de táctica.
—Cariño, tranquilicémonos. Admito que exageré. Pero sabes que te amo. Podemos arreglar esto, como siempre.
Ilinca cerró la maleta y miró su móvil. Un mensaje de Nicoleta: “Todo está listo. Te espero.”
La noche anterior, mientras Petru salía a tomar cerveza con sus amigos (también pagada con su dinero), Ilinca le había contado todo a Nicoleta. No era la primera vez, pero sí sería la última.
Nicoleta la había escuchado en silencio y luego solo dijo: “Es hora de irte. Mi habitación de invitados está libre.”
—No me voy para siempre, Petru —dijo Ilinca, sorprendida por su propia calma—. Me voy solo unos días, para aclarar mis ideas. Tú te irás. Tienes hasta el viernes por la noche. Te doy tiempo para encontrar algo.
La cara de Petru se deformó en una mueca de incomprensión.
—¡No puedes echarme así! ¿Adónde se supone que debo ir?
—Tal vez con tu hermana, que no tiene apartamento.
Petru intentó tomarle la mano, pero Ilinca se echó hacia atrás.
—No me toques. Esta conversación ha terminado.
Salió del apartamento mientras Petru le gritaba. En el ascensor, apoyada contra la pared fría, Ilinca sintió las lágrimas correr por sus mejillas. No eran de tristeza, sino de alivio. Como si le hubieran quitado un peso enorme del pecho.
Fuera del edificio, Nicoleta la esperaba en el coche con el motor encendido. Al verla, le sonrió con ánimo.
—Te ves mejor de lo que esperaba.
Ilinca puso la maleta en el asiento trasero y se subió.
—Me siento como después de una operación. Todavía duele, pero tengo esperanza de curarme.
Mientras el coche se alejaba del edificio, Ilinca no miró atrás. En su lugar, alzó la vista al cielo primaveral —azul y prometedor— y por primera vez en dos años respiró con libertad.
En el apartamento de Nicoleta, en la habitación de invitados llena de plantas y libros, Ilinca abrió su laptop y encontró el correo de una colega sobre una oportunidad de trabajo remoto.
No había sido una fantasía lanzada para provocar a Petru —era una oportunidad real. La empresa abría una oficina en Bucarest y buscaba empleados con experiencia para trabajo híbrido.
—Puedo empezar de nuevo —le dijo a Nicoleta, que acababa de traerle un té.
Nicoleta se sentó a su lado en la cama.
—Esto no es un nuevo comienzo, Ilinca. Es la continuación de tu vida, pero sin el equipaje que te arrastraba.
En los días siguientes, Ilinca reorganizó su vida con una energía que no sabía que tenía.
Habló con un abogado sobre cómo sacar legalmente a Petru del apartamento si se negaba a irse. Contactó con el banco para renegociar el crédito hipotecario. Y envió su currículum para el puesto en Bucarest.
Petru intentó contactarla muchas veces: llamadas, mensajes, correos. Iba del ruego a la amenaza, de promesas de cambio a crueles acusaciones. Ilinca lo leía todo, pero no respondía nada.
El viernes por la noche, Ilinca volvió al apartamento acompañada de Nicoleta y un primo suyo que era policía. Esperaba caos, quizá destrucción, pero se sorprendió: todo estaba casi intacto.
Petru se había ido, había dejado las llaves sobre la mesa y una nota escrita a toda prisa: “Te vas a arrepentir. Nadie te amará como yo.”
Ilinca arrugó el papel y lo tiró. Sabía que era solo un último intento de manipularla. El amor verdadero no es explotación, no es control, no es usar y desechar a alguien cuando ya no sirve.
Esa noche, su primera en el apartamento que había recuperado, Ilinca durmió mejor que nunca. Por la mañana, con un café humeante en la mano, volvió a mirar por la ventana al patio interior.
Las mismas madres con carritos, los mismos hombres apurados al trabajo, los mismos niños corriendo a la escuela. Exteriormente, nada había cambiado —pero para ella, todo era distinto.
Su teléfono sonó —era la empresa. Había conseguido el trabajo en Bucarest. Podía empezar en cualquier momento.
Ilinca sonrió y abrió la app de propiedades. Era hora de alquilar el apartamento —no a la hermana de Petru, sino a alguien que realmente lo valorara.
Y se iría, hacia su nueva vida —una construida sobre sus propias decisiones, no sobre las ilusiones de otro.
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