No había tiempo para celebraciones: tres días junto a ella en el hospital.

A Gregorio no le importaban las fiestas. Llevaba tres días en la habitación del hospital al lado de su Anita. No comía, apenas dormía, solo escuchaba su respiración entrecortada.
Hace apenas una semana, su amada esposa estaba sana y preparándose para la Navidad. Limpiaba su casa, planeaba el menú festivo, aunque, claro, con dos pensiones no se podían permitir grandes manjares. Pero él le decía: “Lo importante, Anita, es que el aroma de la sopa de almendras y el turrón llene nuestro hogar”. Nunca imaginó que, en un instante, su mujer caería desmayada como una espiga cortada, y los médicos le darían un diagnóstico devastador. Ya no habría olores navideños, ni calor familiar en su casa…

En esos días terribles, el pelo de Gregorio se volvió completamente blanco. Pero lo que más le rompió el corazón fue cuando el médico le dijo que Anita necesitaba una operación urgente y le mencionó el precio: una cantidad imposible para ellos.

—No tengo ese dinero— susurró Gregorio, casi sin voz—. Somos jubilados, vivimos con lo justo. Nuestro sobrino nos ayuda cuando puede, pero tiene su propia familia.

El médico solo pudo compadecerse y repetir que el hospital no cubriría los gastos. Gregorio sintió que la vida ya no tenía sentido sin su Anita.

Se habían casado jóvenes, justo después del colegio. Llevaban décadas juntos, felices, con pocas peleas, y siempre reconciliándose al caer la noche. Dios no les dio hijos, por eso todo su cariño fue para el sobrino de Anita, que vivía en la ciudad pero los visitaba con su esposa e hijas. Pero ni ellos podrían ayudar ahora.

Pasó otra noche interminable de angustia. A la mañana, las enfermeras lo convencieron de irse un rato a casa a descansar. Mientras buscaba las llaves en su chaqueta, su vecina, Rosario, salió al portal.

—¿Cómo sigue Anita, Gregorio?—

Él suspiró y le contó la triste noticia. Rosario se llevó las manos al pecho.

—¡Dios mío, qué desgracia! Habrá que pedir ayuda en el pueblo. Hoy mismo iré de casa en casa, a ver si al menos juntamos algo para las medicinas.

Gregorio, hundido en su dolor, le hizo un gesto de fastidio. Rosario entendió que no había palabras que aliviaran su pena, así que solo le llevó un plato de caldo caliente.

Poco después, Gregorio volvió al hospital. Anita empeoraba, y él solo podía apretar los puños, impotente.

—Señor, sálvala o llévame con ella— repetía en silencio, mirando al cielo por la ventana. Afuera, las nubes grises cubrían el mundo de nieve, y él se sentía completamente solo.

—Don Gregorio, tiene visita— dijo la enfermera, abriendo suavemente la puerta.

Gregorio miró confundido. ¿Quién podía ser? Su sobrino estaba de viaje. ¿Rosario?

Pero tras la enfermera estaba una mujer joven y desconocida. Avanzó unos pasos y preguntó:

—¿No me reconoce? Soy Daría, vivía cerca de ustedes.

Gregorio la observó, sin recordarla.

—No me recuerda— continuó ella—. Pero debería. Mi familia era muy pobre, y ustedes nos ayudaban. A veces ni teníamos qué comer…

De pronto, Gregorio lo recordó: la menor de seis hermanos, que vivían frente a su casa. Su padre, un albañil, había muerto, dejando a su madre, Elena, sola con seis niños en tiempos difíciles. Gregorio y Anita les llevaban dulces, ropa, libros… No podían verlos pasar frío con zapatos rotos.

—No se preocupe, Gregorio— dijo Daría, interrumpiendo sus recuerdos—. Rosario me contó lo de Anita. Ya he pagado la operación. Va a salir bien, ya lo verá.

—Pero… niña, ¿de dónde sacaste tanto dinero?— balbuceó Gregorio, sin creerlo.

—Vivo en Estados Unidos desde hace años— explicó Daría—. Mi marido tiene un negocio. Volvemos poco, pero ahora estamos aquí para ayudarles.

Dios había escuchado sus plegarias. Al día siguiente, operaron a Anita con éxito. El médico aseguró que se recuperaría. Pronto volverían a casa, donde, como antes, habría amor y paz.

Daría estuvo junto a Gregorio todo el tiempo: lo acompañó, le trajo comida, compró las medicinas. Un día, mientras tomaban café en la cantina del hospital, Gregorio le preguntó:

—Niña, ¿cómo pudiste ayudarnos así?

—Ustedes no me son ajenos— respondió Daría—. Fueron como hadas madrinas para mi familia. Recuerdo especialmente mi cumpleaños de pequeña. Los niños se burlaban de mí por ser pobre, y temía el día en que debía llevar dulces a clase. Mi madre no podía comprarlos… Pero ustedes llegaron con un jersey nuevo y una bolsa de caramelos. Ese día, pudo repartirlos a todos.

—Pero eso fue hace tanto…— musitó Gregorio, emocionado.

Daría sonrió.

—No importa el tiempo— dijo—. Lo importante es que la bondad siempre vuelve. Y ahora, no estarán solos.

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