
Lucía se asomaba por la ventana de su piso en Zaragoza, observando cómo Pablo instalaba la silla del coche para su hijo. El pequeño Mateo, de cuatro años, no paraba de hablar, entusiasmado por ir a casa de los abuelos. Cada fin de semana hacían el mismo viaje para que los padres de Lucía disfrutaran del nieto, pero cada vez que volvían, a ella le hervía la sangre. Su madre, Carmen López, estaba convencida de que cuidar al niño era un favor inmenso que les hacía. Y esa idea le sacaba de quicio.
Todo comenzó dos años atrás, cuando Mateo ya tenía edad para pasar los fines de semana con sus abuelos. Lucía y Pablo pensaron que era la forma perfecta de que los abuelos crearan un vínculo con él. Carmen y su marido, Antonio, adoraban a Mateo: le llenaban de churros, lo llevaban al parque y le contaban cuentos antes de dormir. Lucía se emocionaba al ver lo feliz que era su hijo, recordando cómo ella había disfrutado de sus propios abuelos. Pero jamás imaginó que su buena intención acabaría malinterpretada.
Cada vez que iban a recogerlo, Carmen los recibía con cara de mártir. “Bueno, ya os he echado una mano, ahora podéis descansar”, decía, secándose un sudor imaginario de la frente. O peor: “No es fácil, pero lo hago por vosotros, para que podáis ocuparos de vuestras cosas”. Lucía apretaba los puños, sintiendo cómo la ira le subía por la nuca. Quería gritarle: “¡No te lo pedimos! ¡Lo traemos para que vosotros disfrutéis!”. En vez de eso, sonreía y mascullaba un “Gracias, mamá”. Hasta Pablo, que solía ser tranquilo, empezaba a perder la paciencia. “¿En serio cree que lo dejamos aquí para ir de fiesta? ¡Esto es para ellos, no para nosotros!”, susurraba en el coche.
No era que Lucía y Pablo no quisieran pasar tiempo con Mateo. Al contrario, les encantaba construir castillos de LEGO o pasear por el Ebro con él. Pero veían cómo Carmen suspiraba por el nieto, cómo se le iluminaban los ojos cuando Mateo entraba gritando: “¡Abuela!”. Querían regalarles esos momentos, que el pequeño sintiera el cariño de toda la familia. Pero con cada visita, las palabras de su madre le sonaban más falsas. “Estoy agotada, pero bueno, por vosotros lo hago”, decía, como si le hubieran dejado al niño para escaparse a las Bahamas. Lucía se sentía culpable sin saber muy bien por qué.
El colmo llegó el fin de semana pasado. Al dejar a Mateo, Carmen soltó un: “Ay, otra vez a correr detrás de él todo el día. Pero ya sé que tenéis cosas que hacer”. Lucía no pudo más. Con la voz temblorosa, le espetó: “Mamá, ¡no lo traemos porque nos dé pereza cuidarlo! ¡Lo hacemos para que vosotros lo conozcáis, para que os quiera! ¡No es un favor, es un regalo!”. Se hizo un silencio incómodo. Carmen parpadeó, desconcertada, y Antonio, sentado en su sillón, tosió y se escondió tras el periódico. Pablo le apretó la mano a Lucía, como diciendo: “Por fin se lo has dicho”.
Esa noche, al recoger a Mateo, Carmen estaba más callada. No se quejó, no suspiró, solo abrazó al niño y murmuró: “Volved cuando queráis”. Lucía sintió alivio, pero también un pinchazo de remordimiento. ¿Habría sido demasiado dura? Pablo, al volante, sonrió: “Que se vaya acostumbrando: no le soltamos al niño, le compartimos la alegría”. Mateo, en su sillita, tarareaba una canción, y Lucía pensó que, por esa sonrisa, volvería a explicárselo mil veces.
Ahora siguen yendo a casa de los abuelos, pero con cuidado. Lucía espera que su madre haya entendido al fin que no buscan una niñera, sino que su hijo crezca rodeado de amor. Pero cada vez que Carmen insinúa que les hace un “favor”, siente el mismo fuego interior. Su familia no es un negocio, es puro cariño. Y si su madre no lo ve, Lucía está dispuesta a recordárselo. Por Mateo. Por la verdad.
Leave a Reply