
Sueños Rotos: El Drama de Lucía
Lucía recorría con pasos agitados el salón de su piso en Valladolid, lanzando miradas furiosas al teléfono. Su marido volvía a retrasarse, y su paciencia se agotaba como una cuerda tensa al límite.
—¿Dónde diablos se mete? —murmuró, apretando el móvil hasta que los nudillos palidecieron.
El cerrojo de la puerta giró, y apareció Jorge, cansado pero con una sonrisa culpable. En la mano, llevaba un modesto ramo de margaritas.
—Para ti —dijo, tendiéndole las flores—. Perdona, es que me entretuve ayudando a mi madre.
—¿Que te entretuviste? —Lucía estalló, su voz tembló de rabia—. ¿No podías llamar? ¡Llevo horas aquí preocupada!
—Se me pasó —Jorge bajó la mirada, jugueteando con el borde de su chaqueta—. Estaba con mi madre y… Mira, hablamos y tomamos una decisión.
—¿Qué decisión? —Lucía se quedó helada, sintiendo un escalofrío en la espalda.
Jorge respiró hondo y comenzó a hablar. Lucía escuchó, y con cada palabra, su rostro se petrificó entre la incredulidad y el enojo.
Ya ni recordaba cuándo había visto a su marido en casa más de una hora. Se iba al amanecer y volvía pasada la medianoche, cuando ella ya dormía. Si es que volvía. La primavera había llegado, y Jorge parecía otra persona. En invierno corría a casa, se arropaba en la manta y refunfuñaba ante sus propuestas de salir. Ahora, en cambio, desaparecía días enteros.
Su suegra, Carmen, le había caído mal desde el principio. En su primer encuentro, Lucía notó cómo la mujer la observaba con frialdad, como si evaluara una mercancía. En la mesa, Carmen solo hablaba con su hijo, ignorando a su nuera. Lucía le tuvo lástima a su suegro, Antonio, quien parecía agotado, hablaba con timidez y se estremecía ante cada palabra brusca de su esposa.
Entonces ya lo supo: vivir bajo el mismo techo con esa familia sería una pesadilla. Por suerte, ella tenía su propio piso, y tras la boda, Jorge se mudó con ella. Carmen ni siquiera protestó, incluso ayudó a su hijo a empacar, como si le aliviara que se fuera.
En la casa nueva, la suegra apareció un rato: escrutó cada rincón con ojo crítico, tomó un café y se marchó. Pasó un año de matrimonio, y Lucía no podía quejarse ni presumir. Vivían como cualquiera: trabajo, hogar, fiestas ocasionales. Sus padres estaban en otra ciudad, invitándola a visitar, pero ella prefería su independencia. Aquí tenía trabajo, amigos, un techo y un marido. Creía que lo hacía bien. Jorge era sencillo, vivían con lo justo, pero no les faltaba nada.
A veces ayudaban a Carmen si ella pedía algo. Una vez al mes iban a un bar, hacían planes, soñaban con el futuro. Lucía quería hijos, pero Jorge evitaba el tema. Ella entendía: soñar era fácil, criar no tanto. Él, en cambio, anhelaba un coche. Lucía aceptaba que era útil, pero caro. No quería pedir préstamos ni ayuda familiar. Tendrían que ahorrar cada céntimo, y aún así solo alcanzaría para uno de segunda mano.
Jorge excusaba sus ausencias:
—Es que ayudo a mi madre. La temporada de la huerta empezó, va todos los días y la acompaño. Hay que apoyarla.
—¿Y a mí no me ayudas? —estallaba Lucía—. ¡Llevo meses pidiéndote que arregles el grifo! ¡La puerta del balcón se cae a trozos!
—Lucía, no compares. ¡Es mi madre! —se defendía él.
Esas discusiones eran cada vez más frecuentes. Lucía estaba harta de ser una esposa de “fin de semana”, cuando aparecía. Hasta los sábados, Jorge se iba con sus padres. Lucía se alegraba de no tener que ayudar en la huerta, pero a veces se preguntaba: ¿por qué?
Una vez probó las berenjenas en conserva de su suegra. Estaban tan ricas que Lucía acabó media tarro sin darse cuenta.
—¿Las hicisteis vosotros? —preguntó, maravillada.
—Claro —contestó Carmen, orgullosa—. Trabajo toda la primavera y el verano para tener algo propio en invierno.
—En mi casa no hacemos conservas, ya ni recordaba este sabor —dijo Lucía, esperando que su suegra le ofreciera algo.
Pero Carmen hizo oídos sordos.
—Qué rara es tu familia. ¿Cómo puede ser? Todos los años lleno tarros. Es duro, pero en invierno hay tomates, pepinillos, mermelada. Los vagos solo tienen la mesa vacía —la miró con reproche.
Lucía no volvió a mencionarlo. De camino a casa, compró un tarro de berenjenas, friendo patatas para cenar sola.
Esa noche, Jorge llegó tarde otra vez. Lucía, furiosa, paseaba por la habitación apretando el teléfono. Estaba harta de cenar sola, de esperarle como una perra fiel. La puerta se abrió, y ella se tensó, lista para soltar todo. Jorge entró con otro ramo de margaritas, sonriendo con culpa.
—Perdona, Lucía —dijo, entregándole las flores.
Ella las puso en un jarrón en silencio, esperando un gesto romántico. Pero Jorge se sentó, la miró con complicidad y soltó:
—Mi madre y yo hablamos. ¿Para qué necesitamos este piso? Vendámoslo y compramos uno más barato.
Lucía se quedó muda. Jorge, sin notarlo, siguió:
—Siempre te quejas de que no paso tiempo contigo. Si vendemos esto, compramos algo más pequeño en las afueras, y con la diferencia nos compramos un coche. Además, estaremos más cerca de la huerta de mi madre, así no tendrá que ir en tren y caminar tres kilómetros.
Lucía lo miró, y una tormenta creció en su pecho. ¿Qué clase de marido era? ¡Un apéndice de su madre! Quería gritar, pero se contuvo:
—Cariño, ¿tienes hambre?
—No, comí en casa de mi madre. Hoy hizo pollo asado, estaba delicioso —Jorge cerró los ojos, como saboreando el recuerdo.
Algo se rompió dentro de Lucía. Ese hombre nunca sería su marido ni el padre de sus hijos.
—Pues mira —dijo con voz helada—, mejor vendéis la huerta y os compráis el coche. Así no tendrás que llevar a tu madre, y estarás más en casa.
—¿Qué dices? —Jorge se llevó las manos a la cabeza—. ¡Mi madre nunca aceptará! ¿Y dónde iríamos en verano? Bueno, yo con ella. A mi padre no le gusta la huerta.
—Entonces te propongo otra cosa —Lucía se irguió, su voz tembló de determinación—. Recoge tus cosas y vete con tus padres. Mañana vamos a firmar el divorcio. Necesito aire. Cuando vuelva, no quiero verte aquí.
Jorge asintió, confundido. Lucía agarró el abrigo y salió. Pasó horas en un bar, repasando su vida. ¿Había actuado bien? Pero sabía que era lo correcto: Jorge no cambiaría. Al regresar, comprobó que se había ido.
A la mañana siguiente, llamaron a la puerta. Allí estaban Jorge y Carmen. Lucía se quedó paralizada ante la “delegación”.
—¡Venga, reconciliaros ya! —ordenó la suegra—. ¿Os creéis niños?
Jorge se movía nervioso, mirando a una yJorge se marchó por última vez, y Lucía supo que, al fin, podría respirar en paz.
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