“Lo que escuchó del otro lado lo hizo temblar. No esperaba que una niña de 6 años le diera la lección más grande de su vida…”

Un millonario llama para despedir a una señora de la limpieza, pero quien contesta es una niña y dice, “Señor, por favor, no despida a mi mamá.

Si lo hace, no vamos a tener nada para comer.

” Esa frase, tan simple poderosa, lo cambió todo.

La reacción del empresario fue inesperada.

Leticia entró a la oficina grande del piso más alto con la misma rutina de siempre, empujando su carrito de limpieza con la cola de caballo mal hecha, la blusa deslavada por tantos lavados y las manos un poco rojas del cloro.

Era temprano, las 7 de la mañana.

Todavía no llegaban los jefes y eso le gustaba porque podía limpiar tranquila, sin que nadie la mirara como si estorbara.

Ese día, sin embargo, andaba más distraída que de costumbre.

Camila, su hija, había despertado con fiebre en la madrugada y no había dormido casi nada.

La dejó con la vecina de al lado y le prometió regresar rápido.

En su mente solo pensaba si la niña estaría bien, si ya se le habría bajado la temperatura o si la señora Letti, su vecina, le habría dado el jarabe como le indicó.

Por eso, al entrar al despacho de Esteban Ruiz, el dueño de toda la empresa, ni siquiera se detuvo a mirar el lugar como siempre.

Ese cuarto imponía.

Tenía sillones de piel, muebles que brillaban como si nadie los usara y un olor raro, como a puro caro y perfume que no se vende en tiendas normales.

Lety puso su música bajito, la de cumbias viejitas que le alegraban el tía, y se puso a atrapear de un lado a otro.

limpiaba rápido porque ese día tenía que salir antes.

Pero mientras pasaba el trapo por debajo del enorme escritorio de vidrio, sin querer movió con la escoba una de las esquinas del mueble.

Ni siquiera sintió que empujó algo, solo escuchó un ruido seco como de algo pesado golpeando el suelo.

El corazón se le paró, volteó despacio y ahí lo vio.

El cuadro, uno grande con marco dorado, de esos que parecen más importantes de lo que en realidad son.

Estaba de lado, recargado contra la pared, con el vidrio estrellado en una esquina.

No estaba roto por completo, pero sí tenía una rajada clara.

Y ella sabía, lo sabía bien, que ese cuadro era especial para el jefe.

Siempre lo veía colgado justo atrás del sillón principal, como si estuviera ahí no más para que todos lo notaran cuando entraban.

Leti se acercó con las manos temblorosas.

No quería ni tocarlo, pero tampoco podía dejarlo tirado.

Lo levantó con cuidado, revisando los bordes.

Estaba más pesado de lo que pensaba.

Lo apoyó contra la pared como estaba antes, tratando de acomodarlo igualito, aunque sabía que se notaba el daño.

Se quitó el guante y lo limpió con la manga del suéter.

El vidrio tenía polvo y esa rajadura que parecía como una grieta en forma de rayo.

Su respiración era cortita, como cuando estás a punto de llorar, pero no puedes porque estás en público.

Miró hacia la puerta.

Nadie todavía no llegaban los otros empleados.

agarró el trapito seco y lo pasó rápido por el escritorio, por los sillones, por todo, como si así pudiera distraer la atención de lo que había pasado.

Pensó en reportarlo, pensó en ir con la supervisora, con doña Rosa y decirle lo que pasó, pero luego pensó en Camila, en que ya le habían dicho que la próxima falta o el más mínimo error y se quedaba sin trabajo.

Y ese trabajo, aunque mal pagado, aunque fuera pesado, era el único que tenía.

No podía arriesgarse, ¿no? Ahora entonces hizo algo que no le gustaba hacer, fingir.

Fingió que nada pasó, que el cuadro estaba igual, que no se cayó, que nadie lo tocó.

Terminó de limpiar apurada, sin mirar atrás, con el estómago hecho nudo.

Cada paso hacia la salida le pesaba más.

Se repetía a sí misma que tal vez el jefe ni lo notaría, que quizá el daño no se veía tanto, que con suerte se le olvidaba revisar el despacho ese día.

Pero mientras esperaba el elevador para bajar, le entró un pensamiento que la helo y si había cámaras y si la veían.

Tragó saliva.

No había visto ninguna cámara, pero eso no significaba que no estuvieran.

Los ricos siempre tenían todo vigilado.

Cada rincón, cada puerta, cada empleado.

Cerró los ojos y apretó el botón del piso uno como si eso acelerara la bajada.

Cuando por fin salió del edificio, el aire caliente de la calle le dio en la cara.

Caminó rápido hacia la estación del metro, mezclándose entre los vendedores ambulantes, los gritos de llévele, llévele y el humo de los tacos de canasta.

Sentía que todos la miraban como si llevara el letrero de culpable pegado en la frente, pero no podía hacer otra cosa.

No tenía opción.

Al llegar a su casa, Camila seguía con fiebre.

Le dio el jarabe, le cambió el pañal, le puso una cobija ligera y se sentó junto a ella acariciándole la frente.

La niña abrió los ojos apenas y dijo bajito, “¿Ya terminaste de trabajar, ma? Leti no contestó, solo asintió y le dio un beso en la mejilla.

Se quedó sentada ahí, mirando la gotera del techo, pensando si al otro día aún tendría empleo.

Esa noche no cenó, no por falta de comida, sino por el nudo en el estómago.

Se acostó con la ropa puesta, con el uniforme sucio y los calcetines torcidos.

En la oscuridad del cuarto solo se escuchaba el respirar lento de Camila y el eco de su propia culpa, rebotando una y otra vez.

Tenía miedo, un miedo tan grande que no la dejaba dormir.

No era el miedo al regaño, era el miedo a perderlo todo.

Let quieta, se movía de un lado al otro en la pequeña sala, donde el foco colgaba sin pantalla y apenas alumbraba.

Ya se había bañado, ya había intentado comer algo, ya había revisado a Camila dos veces, pero el pensamiento no se iba.

El cuadro, el cuadro ese que se cayó por su culpa.

¿Lo habrán notado? ¿Ya? ¿Lo habrán arreglado? ¿Estará el jefe viendo las cámaras en ese mismo momento? Se sentó en el sillón todo aguado, ese que ya tenía un hoyo en el asiento, y miró su celular.

Nada, ningún mensaje, ninguna llamada perdida.

Era buena señal, ¿no? Si la fueran a correr, no le habrían hablado ya.

Pero también pensó que tal vez solo estaban esperando a que llegara al otro día para hacerlo en persona, con todos viéndola, con doña Rosa gritando como siempre y poniéndola en vergüenza delante de las otras señoras.

Miró el reloj.

Las 9:45.

Demasiado temprano para dormir, pero demasiado tarde para hacer algo.

Ya había lavado los platos, recogido la ropa, barrido el cuartito de Camila.

No tenía nada más que hacer, solo pensar.

Y eso era lo peor.

Caminó hacia la cama de la niña.

Camila dormía tranquila con la carita medio sudada por la fiebre.

le tocó la frente con el dorso de la mano, como le había enseñado su mamá, y notó que ya no estaba tan caliente.

Respiró un poco más tranquila.

Al menos eso, al menos Camila se estaba recuperando.

Se sentó a su lado en la orillita de Minos la cama y la miró por un buen rato.

Su hija era lo más bonito que tenía en la vida.

Su carita, sus cachetes redondos, las pestañas largas.

A veces no entendía cómo había salido tan bonita de ella.

Le acomodó el mechón de pelo que siempre se le venía a la cara y se quedó ahí con la mano encima de su pancita, sintiendo cómo subía y bajaba con cada respiración.

Recordó cuando su esposo estaba vivo.

No era perfecto, pero al menos compartían las broncas.

Cuando Camila nació, él vendía cosas en la calle.

Luego intentó trabajar en una bodega, pero duró poco.

Lo asaltaron una noche que venía del turno, le quitaron todo y lo dejaron tirado en una banqueta.

Leti no le contó a Camila lo que pasó, solo le dijo que su papá estaba en el cielo.

A veces la niña le hablaba al cielo en las noches.

Le decía, “Papi, cuida a mi mami.

” Y Leti tenía que voltearse para que no la viera llorar.

Ahora todo era ella.

Todo dependía de ella.

Si perdía el trabajo por ese cuadro tonto, ¿qué iban a hacer? ¿A quién iba a acudir? Su mamá ya no podía ayudarla.

Sus hermanas apenas si tenían para sus propios hijos.

Y ella no tenía estudios.

No sabía hacer otra cosa más que limpiar y cuidar.

Y aún así, la vida no le daba tregua.

Miró de nuevo el celular.

10:15.

Nada.

Silencio total.

El silencio pesaba más que cualquier otra cosa.

Era como un vacío que se te mete en el pecho y no te deja respirar.

Se acostó en la cama sin cambiarse, con el pantalón de mezclilla que ya le apretaba y la blusa con una mancha de cloro.

Acomodó la cabeza en la almohada dura, abrazó una cobija y cerró los ojos.

Pero el sueño no llegaba.

Le dolía el cuello, le dolían los pies.

Le dolía el alma entera de tanto aguantar.

En su mente repetía la escena una y otra vez.

El sonido seco del cuadro cayendo, su imagen levantándolo, sus manos temblando.

Imaginaba a Esteban Ruiz viendo las cámaras poniendo pausa, acercando la imagen, frunciendo el ceño.

Lo veía furioso, gritando su nombre, exigiendo que la corrieran.

Sentía esa escena tan real que por momentos tenía que abrir los ojos para convencerse de que no estaba pasando de verdad.

Trató de distraerse.

Pensó en Camila cuando le canta sus canciones inventadas, en las veces que le pide que le pinte las uñas con plumón, en cómo corre hacia ella cuando llega del trabajo.

Esa niña era su motor, su razón de todo y por ella iba a aguantar lo que fuera.

Afuera en la calle se escuchaban los perros ladrando, de fondo la música de una fiesta lejana.

Eran sonidos comunes en su colonia, pero esa noche la hacían sentir más sola que nunca, porque aunque estuviera rodeada de ruidos, de vecinos, de movimiento, ella estaba sola con sus pensamientos y eso era lo que más cansaba.

A eso de la 1 de la mañana se levantó para ir al baño.

El piso estaba helado y al caminar sintió cómo le crujían las rodillas.

Se miró al espejo y se vio agotada.

Ojeras marcadas, piel seca, mirada triste.

Se lavó la cara como si eso sirviera de algo, y volvió a la cama.

Se quedó acostada, mirando el techo, siguiendo las manchas de humedad con los ojos.

Le daban formas.

Una parecía un conejo, otra una bota, otra la cara de alguien que no quería reconocer.

Cerró los ojos otra vez y trató de contar.

Uno, dos, tres, cuatro, hasta 100.

Pero nada, el sueño no llegaba.

A las 3 escuchó toser a Camila.

Se levantó rápido, le dio agua, le limpió la nariz y volvió a arroparla.

La niña murmuró algo que no entendió y se volvió a dormir.

Leti se quedó ahí sentada con la frente apoyada en la pared, sin fuerzas para regresar a su cama.

Ya no sabía si estaba despierta o dormida, si era sueño o realidad.

Lo único que sabía era que el día siguiente iba a ser largo, muy largo, y que algo dentro de ella le decía que la tormenta apenas empezaba.

Eran las 7:10 de la mañana cuando Esteban entró a su oficina.

Como todos los días, traía el café en la mano, el saco colgado en el brazo y cara de fastidio.

No había dormido bien.

Tenía una junta importante a mediodía y el tráfico había estado peor que nunca.

Su asistente, Pamela, ya lo estaba esperando con un montón de papeles, pero él como siempre la ignoró.

empujó la puerta de su oficina con el hombro, se acomodó el reloj en la muñeca y fue directo al escritorio.

Dejó el café, se sentó y encendió su computadora.

Cuando levantó la vista, lo sintió raro.

No sabía exactamente qué, pero algo en el ambiente no le cuadraba.

Cruzó los brazos, giró ligeramente la silla y ahí lo notó.

El cuadro, el que estaba justo en la pared detrás del sillón de visitas.

Ese cuadro tenía que estar perfectamente derecho, bien centrado, sin una sola huella encima.

Él era así, todo en orden, todo simétrico, cualquier cosa fuera de lugar le molestaba.

Su levantó y caminó hacia el cuadro, lo miró de cerca.

Una de las esquinas del marco tenía una pequeña rajadura.

El vidrio tenía una línea apenas visible, como si se hubiera golpeado.

Frunció el ceño, pasó el dedo sobre la superficie, polvo y eso sí que no debía estar ahí.

Las señoras de limpieza venían cada madrugada.

Eso estaba claro.

Entonces, ¿qué había pasado? miró alrededor.

Nada más se veía extraño.

El escritorio limpio, los sillones en su lugar, las persianas como siempre.

Pero ese cuadro, ese maldito cuadro, lo tenía con el ceño apretado.

Esteban caminó hasta su escritorio, se sentó de nuevo y marcó una extensión.

Pamela, márcale al de sistemas.

Necesito los videos de seguridad de anoche.

De todas las cámaras del piso 18.

Ya, gracias, colgó sin esperar respuesta.

No le gustaba perder el tiempo.

A los 10 minutos llegó Julio, el encargado de sistemas, un chavito nervioso con lentes empañados y cara de, “No me regañes, por favor.

” Traía una USB en la mano.

“Aquí están los videos de anoche, licenciado”, dijo sin levantar la vista.

“Gracias.

Déjalo y salte.

” Esteban conectó la memoria a su computadora y empezó a revisar.

Avanzó rápido las primeras horas, todo en calma, las luces apagadas, la oficina sola.

Luego, a eso de las 5:40, una figura entró al despacho.

Era una mujer bajita, delgada, con el cabello amarrado.

Llevaba un uniforme gris.

Era la señora de limpieza.

le puso pausa, amplió la imagen, la reconoció Leticia.

La había visto unas cuantas veces en el edificio, pero nunca le había prestado atención.

Hasta ese momento, reprodujo el video en cámara normal.

La vio entrar, sacar los trapos, empezar a limpiar como si fuera su casa.

pasaba el trapo con rapidez, sin mirar mucho.

En una de esas, movió el escritorio sin querer y el cuadro se vino abajo golpeando el suelo con fuerza.

Esteban saltó en su silla al ver el momento exacto.

La cara de ella fue pura desesperación.

se tapó la boca con las dos manos y miró el cuadro como si acabara de cometer un crimen.

En la grabación, Leticia lo levantaba con cuidado, lo limpiaba con la manga, trataba de acomodarlo igual que antes, claramente nerviosa.

Se veía como temblaban sus manos.

Después salió del despacho sin mirar atrás.

Esteban pausó el video otra vez, apoyó los codos sobre el escritorio, cruzó las manos frente a su boca y se quedó pensando.

No estaba molesto por el cuadro en sí.

Sabía que el daño era mínimo, pero lo que lo ponía de malas era que nadie le hubiera dicho nada, que alguien en su empresa, aunque fuera del servicio de limpieza, hubiera escondido algo.

Eso no lo soportaba.

volvió a reproducir el video.

La expresión de Leticia era imposible de ignorar.

No era una mujer descuidada ni indiferente.

Era una mujer con miedo, un miedo que a él le pareció conocido.

Él había visto esa cara antes.

En su madre cuando llegaban los cobradores y no había dinero para pagar.

En su hermana cuando se quedó sola con los hijos y ni para el gas tenía.

Esteban parpadeó un par de veces incómodo.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué sentía un nudo raro en el estómago? Respiró hondo y marcó a recepción.

Consíganme el número de la señora Leticia Jiménez, la de limpieza.

Lo quiero ahora.

Pamela entró sin tocar.

Como siempre, escuchó la última parte y levantó una ceja.

¿Para qué la quiere? Esteban no contestó.

cerró la ventana del video, sacó la USB y se la guardó en la bolsa del saco.

Miró a Pamela como si no quisiera explicarle nada.

Ella torció los labios, cruzó los brazos y se fue sin decir palabra.

Esteban volvió a tomar su celular, miró la pantalla, dudó por un segundo, luego marcó un número que ni siquiera sabía si estaba correcto.

Lo que pasó después lo dejó helado, porque quien contestó no fue Leticia, fue una vocecita chiquita, temblorosa, con ruido de fondo y un tono que rompía a cualquiera.

Bueno, Leticia, no soy Camila.

Mi mamá no está.

¿Quién habla? Esteban se quedó callado.

Hola, dijo la niña.

Él tragó saliva.

Eh, soy Esteban, el jefe de tu mamá.

Hubo un silencio.

Luego la niña dijo algo que no esperaba, algo que lo desarmó por completo.

Señor, por favor, no despida a mi mamá.

Si no, no vamos a tener que comer.

Esteban cerró los ojos y se quedó mudo.

Sostuvo el teléfono en la oreja por unos segundos más sin decir nada.

Luego colgó y en ese instante algo cambió dentro de él.

Esteban se quedó viendo el celular como si no supiera qué hacer con él.

Lo sostenía entre los dedos, pero ya había colgado.

No dijo nada, no pensó nada, solo se quedó ahí inmóvil con esa vocecita retumbando en su cabeza.

Señor, por favor, no despida a mi mamá, si no no vamos a tener que comer.

Le ardía el pecho.

No entendía por qué él no era de los que se dejaban afectar por ese tipo de cosas.

Estaba acostumbrado a tomar decisiones duras, a despedir gente sin temblarle la mano.

La empresa era su vida, su nombre estaba en todo y no podía dejar que nada ni nadie la manchara y mucho menos una empleada que rompía cosas y se quedaba callada.

Eso lo sabía.

Eso siempre lo había sabido.

Pero esa niña, esa niña le cambió algo por dentro.

Apretó los labios, se levantó de su silla, caminó hasta la ventana y se quedó mirando los edificios de la ciudad.

Abajo, los coches avanzaban como hormigas.

La gente iba deprisa, todos en su mundo.

Y él ahí parado, sintiéndose más confundido que nunca.

La puerta se abrió sin aviso.

Pamela volvió a entrar ahora con una carpeta en la mano.

Ya tengo los datos de la señora Jiménez.

dijo con su tono de siempre, seco y directo.

Esteban no volteó.

Ya no los necesito.

Pamela parpadeó sorprendida.

Perdón, que no los necesito.

No la voy a despedir.

Pamela bajó la carpeta con fuerza sobre el escritorio.

¿Qué? ¿Por qué tú viste el video? Mintió.

Rompió algo valioso y se fue como si nada.

No rompió nada valioso respondió él sin moverse de la ventana.

Solo se asustó.

¿Desde cuándo te importa si alguien se asusta o no? Esteban la miró por fin con una expresión que Pamela no le había visto nunca.

No era enojo, era otra cosa.

Una mezcla de duda, incomodidad y culpa.

Es una madre, dijo en voz baja.

Pamela dio un paso atrás.

¿Y eso qué tiene que ver? Esteban no contestó, solo tomó su saco del respaldo de la silla, se lo puso, agarró su celular y salió de la oficina.

Pamela se quedó ahí parada apretando los dientes.

Esteban bajó hasta la planta baja y salió del edificio.

No avisó a nadie.

Caminó una cuadra, luego otra.

Ni siquiera sabía hacia dónde iba.

Necesitaba aire.

Necesitaba aclarar la cabeza.

En su mente seguía escuchando esa vocecita.

No sabía cómo era la niña.

No la había visto nunca, pero ya se le había metido en la memoria esa forma tan inocente de pedir ayuda, esa manera de hablar con miedo.

Él había crecido rodeado de gritos, de problemas, de puertas que se cerraban en su cara.

Nunca nadie le habló así.

Nunca nadie le pidió algo con esa pureza.

Se sentó en una banca del parque más cercano, sacó el celular otra vez y revisó el historial de llamadas.

El número de Leticia seguía ahí.

Dudó.

Pensó en marcar de nuevo.

Quería escuchar otra vez la voz de la niña o quizás hablar con Leticia directamente, preguntarle qué había pasado, por qué no le dijo nada.

¿Por qué se quedó callada? Pero no lo hizo.

Guardó el celular y se quedó mirando a unos niños que jugaban en los columpios.

Uno de ellos se parecía a cómo era él cuando tenía 6 años.

flaco con camiseta de escuela pública, riéndose sin saber que la vida era una tormenta.

Recordó algo.

Un día, cuando tenía ocho, su mamá fue a rogarle al patrón que no corriera a su papá, que no los dejara sin ingreso.

El patrón ni siquiera la dejó entrar.

Mandó decir que no tenía tiempo para mujeres rogonas.

Su papá igual perdió el trabajo y semanas después se fue de la casa.

Nunca volvió.

Ese recuerdo le apretó la garganta.

Era de los que había enterrado bien hondo, pero ahí estaba flotando otra vez.

Esteban se levantó, volvió al edificio y subió a su oficina.

Pamela lo estaba esperando con los brazos cruzados.

Ahora que sigue, le vas a dar un aumento también.

Dile a mantenimiento que arregle el vidrio del cuadro, le dijo sin mirarla.

Y que nadie le diga nada a Leticia.

¿Estás hablando en serio? Sí, totalmente.

Pamela apretó los labios, lo miró con ojos fríos.

No la conoces, no sabes quién es.

Y tú no eres así.

Tal vez ya no soy el mismo.

Y con eso entró a su oficina y cerró la puerta.

Estuvo todo el día distraído.

La junta importante fue un desastre.

No puso atención.

No habló casi.

Firmó papeles sin leerlos.

Todo lo que hacía era pensar en la señora de limpieza que había levantado ese cuadro con las manos temblando y en la niña que le pidió que no la despidiera.

Ya eran las 6 de la tarde cuando llamó a recursos humanos.

La señora Leticia Jiménez tiene horario fijo o es por turnos.

Llega todos los días a las 6 de la mañana, respondió la chica del otro lado.

Está bien que mañana venga directo a mi oficina.

Va y a hablar con ella.

Sí, quiero conocerla.

El despertador sonó a las 5 en punto.

Let lo apagó antes de que Camila se despertara.

La niña se movió un poco con el cabello todo revuelto y la pijama medio subida.

Leti la tapó bien y se quedó un momento mirándola, queriendo grabarse esa imagen, porque sí, esa mañana iba con el presentimiento de que algo malo iba a pasar, algo grande, algo que le cambiaría el rumbo.

Se lavó la cara con agua fría, se peinó como pudo, se puso la blusa gris del uniforme y los tenis desgastados.

No desayunó.

No tenía hambre.

Más bien sentía un nudo en la panza que no la dejaba ni respirar bien.

Salió sin hacer ruido, dejando a Camila dormida bajo la cobija del osito.

En el pasillo, la vecina de siempre le lanzó un buenos días que ella apenas respondió.

El camino al trabajo fue lento, más por el peso del miedo que por el tráfico.

Cada paso que daba hacia el edificio le parecía como si se acercara a una sentencia.

Había soñado mil veces en la noche con el jefe gritándole, con la cámara captando su cara de susto, con los demás empleados burlándose mientras la sacaban, escoltada.

El cuadro, el maldito cuadro.

Cuando llegó al piso 18, lo primero que notó fue el silencio raro, como cuando alguien te está esperando.

Nadie le habló, nadie la saludó, solo escuchó que alguien de recursos humanos dijo, en voz baja, “Ya está aquí.

” Fingió no haber oído.

Se fue directo al baño de servicio, se echó agua en la cara, se vio en el espejo.

Tranquila, Leticia, tranquila.

A las 6:20 la llamaron.

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