
—¡Has traído la desgracia a nuestra familia! —gritó la madre a su hija adolescente.
—¡Mamá, has vuelto! ¡Te he echado tanto de menos! ¿Ahora vamos a estar juntas? —exclamó la niña con voz temblorosa, abalanzándose hacia ella.
—¡No! ¡Te quedarás con tu abuela! —la interrumpió bruscamente Ana, apartándose como si fuera una desconocida.
Ana había viajado por primera vez en dos años al pueblo de Villanueva para ver a su hija. Su voz era helada y su mirada, cargada de odio. Había dejado a la niña al cuidado de su suegra, y este encuentro destrozó el corazón de la pequeña, que anhelaba el amor de su madre.
—¿Por qué? —preguntó la niña, conteniendo las lágrimas.
—¡Porque con tu nacimiento llegó el dolor a esta familia! ¡Por ti no hay padre! —gritó Ana, y sus palabras se clavaron como un puñal en el alma de su hija.
Ana y Pablo habían sido inseparables desde el instituto. Su amor parecía eterno: soñaban con el futuro, hacían planes y no podían estar un día sin el otro. Se casaron nada más terminar la universidad. Pablo consiguió un trabajo bien pagado en una plataforma petrolífera, y pronto compraron una casa en Villanueva. Cuando Ana descubrió que estaba embarazada, Pablo estaba radiante de felicidad. La colmó de atenciones, eligió el mejor hospital y preparó con esmero la habitación del bebé. Su vida estaba llena de esperanza.
Pero el destino fue cruel. Pocos días después del parto, Ana se preparaba para salir del hospital. Pablo, orgulloso, decoró la habitación del bebé, compró flores y fue a recoger a su mujer y a su hija. Pero no llegó a su destino. Un terrible accidente acabó con su vida. Los servicios de emergencia y los médicos no pudieron hacer nada. Ana se quedó sola con su recién nacida en brazos.
Una amiga de Ana fue al hospital, intentando suavizar el golpe. Inventó excusas absurdas para distraerla, pero la verdad llegó cuando llegó a casa. Su suegra, llorando, le contó la tragedia. Ana, fuera de sí por el dolor, entró en la habitación que Pablo había preparado con tanto amor. Lo destrozó todo: arrancó las cortinas, tiró los juguetes al suelo y gritó de dolor. Su mundo se derrumbó.
Después del funeral, Ana no podía ni mirar a su hija. Su suegra, María Luisa, se ocupó de la niña. Ana cumplía con las tareas necesarias, pero en su corazón no había amor, solo vacío y rabia. Culpaba a su hija de la muerte de su marido, como si su nacimiento hubiera sido una maldición.
Un día, cuando María Luisa fue a visitar a su nieta, Ana estalló.
—¡Ella tiene la culpa! —gritó, ahogándose en llanto—. ¡Destrozó nuestras vidas! ¡La odio!
—¡Ana, reacciona! —rogó su suegra—. ¡Tenemos que vivir por la niña! ¡Ella no tiene la culpa!
Pero las palabras no llegaban. Ana se encerró en su dolor, levantando un muro de odio hacia su hija.
Dos años después, Ana encontró un buen empleo. María Luisa ayudaba como podía, pero al recibir un ascenso, Ana empezó a viajar frecuentemente por trabajo. Le pidió a su suegra que se quedara con la niña. La abuela, que adoraba a su nieta, aceptó encantada. Al principio, Ana la visitaba, la llevaba los fines de semana, pero con el tiempo las visitas se hicieron más escasas. Hasta que desapareció por completo.
Ana mandaba dinero a la cuenta de su suegra, pero no mantenía contacto. La niña, añorando a su madre, lloraba y preguntaba por ella, pero María Luisa inventaba excusas: «Tu madre está de viaje, pronto volverá». Incluso fue a casa de Ana, pero esta le cerró la puerta en la cara sin querer hablar.
Pasaron los años. Ana apareció en casa de su suegra el día del cumpleaños de su hija, Lucía. Entró, entregó un regalo sin emoción y se quedó mirando a la niña, que corrió hacia ella llena de esperanza.
—Mamá, ¿has vuelto? ¿Voy a vivir contigo? —preguntó Lucía, con los ojos brillantes.
—¡Nada ha cambiado! —cortó Ana, retrocediendo—. Te quedarás aquí.
—¿Por qué? —la voz de Lucía tembló, las lágrimas asomaron.
—¡Porque trajiste la desgracia! ¡Por ti murió tu padre! —gritó Ana, y sus palabras resonaron en la habitación.
María Luisa no pudo aguantar:
—¡Ana, cállate! ¿Cómo le dices eso a una niña?
Ana la miró con frialdad.
—Me he vuelto a casar —dijo—. Y estoy embarazada. He venido a renunciar a Lucía.
—¿Abandonas a tu propia hija? —exclamó horrorizada la abuela—. ¿No te da vergüenza?
—No puedo quererla —respondió Ana en voz baja—. Perdóname.
Dio media vuelta y se fue. Poco después, llegó el documento notarial. Lucía se quedó con su abuela, quien se convirtió en su tutora. Cuando la niña preguntaba por su madre, María Luisa callaba, incapaz de contarle la verdad. Solo años después Lucía supo que su madre la culpaba de la muerte de su padre. Lloró mucho, pero dejó de preguntar. Su corazón, lleno de amor por su madre, quedó roto para siempre.
**Moraleja:** El dolor puede cegarnos, pero culpar a los inocentes solo perpetúa el sufrimiento. La verdadera fortaleza está en aprender a amar a pesar de las pérdidas.
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