
Tan pronto como su hija acabó el instituto, escapé de mi marido.
—¡Sinvergüenza!
—¡Pobre hombre, qué desgracia!
—¡Se llevó a la niña, qué víbora!
Todos en el pueblo de Pinar del Rey compadecían al abandonado Víctor. Familiares, vecinos, amigos… todos creían que su mujer había vivido como una reina, pero había huido traicioneramente, esperando a que su hija terminara el colegio. ¡El pobre hombre, a sus 55 años, quedó solo, abandonado por todos! Así hablaba la gente, pero nadie conocía la verdad. Tras aquella historia se escondían años de dolor, traición y lucha por sobrevivir.
Lucía se casó con Víctor por amor. Él era quince años mayor, pero por ella dejó a su primera mujer y a su hijo, renunciando a parte de su herencia. Al principio, todo era perfecto: cariñoso, fuerte, capaz de cualquier cosa por ella. Pero cuando nació su hija María, todo cambió. Lucía, sumergida en el cuidado de la niña, no notó al principio cómo su marido se distanciaba. Él le cargó con todas las tareas del hogar y, poco después, dejó de aportar dinero a la familia.
Cuando María empezó la guardería, Lucía volvió a trabajar para mantenerlos. Víctor, en vez de ayudar, convirtió su piso en Alcalá de Henares en una taberna. Traía a sus amigos, organizaba borracheras mientras ella trabajaba. Ya pensaba en divorciarse, pero el destino le dio otro golpe: uno de los amigos de Víctor se durmió con un cigarrillo, y su casa quedó reducida a cenizas.
Por suerte, el incendio no afectó a los vecinos, pero Lucía lo había perdido todo: su hogar, sus pertenencias, su seguridad. Aquel día, se quedó entre las ruinas con María en brazos, sin saber adónde ir. Quería huir, pero por su hija aguantó. Pidió dinero prestado a una vecina y alquiló una habitación en una pensión. De su marido no se preocupó; sabía que él siempre saldría adelante.
A la mañana siguiente, Víctor la encontró. Con una sonrisa burlona, anunció que “había solucionado el problema”: se mudarían a casa de su madre en Pinar del Rey. A Lucía aquello le parecía una pesadilla: tendría que dejar su trabajo, sacar a María de la guardería, empezar de cero. Pero no había opción: sin casa, sin dinero y con una niña, aceptó. Las lágrimas la ahogaban, pero apretó los dientes, esperando que en el pueblo Víctor cambiara, que madurara, que dejara de beber. Qué equivocada estaba.
En el pueblo, todo empeoró. Su suegra, buena pero ciega por su hijo, no se atrevía a reprocharle nada. Víctor bebía aún más, desaparecía con sus compinches, y Lucía cargaba con todo. Aceptaba cualquier trabajo: cosía, limpiaba, vendía en el mercado, ahorrando cada céntimo. Vendieron el piso quemado por una miseria, y el dinero se fue en papeles, ropa y gastos. Lucía aguantó humillaciones, calló, pero en su mente solo había una idea: esperar a que María terminara el instituto y escapar.
Los años en el pueblo fueron un infierno. Víctor no trabajaba, vivía de su madre y de Lucía, mientras ella se sentía prisionera. Ocultó sus planes, sabiendo que su marido no la dejaría ir. Cuando María recibió su título, Lucía hizo las maletas y se marchó en silencio con su hija a la ciudad. Víctor notó su ausencia dos días después: estaba en otra borrachera.
En el pueblo comenzaron los murmullos. Víctor contaba a todos que Lucía lo había traicionado, que se había escapado con otro, dejando al “pobre hombre” en la miseria. Los vecinos y familiares la señalaban, la llamaban bruja, compadecían al “desdichado” Víctor. Para ellos, Lucía era el mal, la destructora de la familia. Pero a ella le daba igual. Había fingido demasiado tiempo, manteniendo la farsa de un matrimonio feliz por su hija.
María no la juzgaba. Sabía todo lo que Lucía había sufrido. Visitó algunas veces a su padre, pero cuando Víctor dejó de darle dinero, el contacto se desvaneció. Ahora, ni siquiera recuerda el camino al pueblo. Apoya a su madre, comprendiendo que las salvó a ambas de vivir en el infierno.
Lucía empieza de nuevo. Alquiló un pequeño piso, encontró trabajo, hace planes. Por primera vez en años, se siente libre. Que el pueblo murmure, que Víctor difame… da igual. Ella resistió, por su hija y por sí misma. Pero en su corazón aún queda una herida: ¿cómo pudo el hombre al que amó convertir su vida en una pesadilla? No se arrepiente de escapar, pero a veces se pregunta: ¿habría podido cambiar las cosas?
Leave a Reply