
Mi vida en el pueblo de Pinar del Rey fue en su día un remanso de felicidad: padres cariñosos, un hogar acogedor, risas infantiles. Pero una tragedia lo partió todo en un “antes” y un “después”. Mamá enfermó y se fue apagando, dejándonos a papá y a mí en un vacío insoportable. Él no supo sobrellevar el dolor —empezó a beber—, y pronto la botella se convirtió en su único consuelo. Nuestra vida se volvió una pesadilla, y yo, un niño pequeño, me vi al borde del abismo.
La nevera estaba vacía, no había comida. Iba con ropas rotas y sucias, y mis compañeros de clase me señalaban, murmurando a mis espaldas. La vergüenza me encerró en casa —dejé de ir al colegio, temiendo las burlas—. Los vecinos notaron lo que ocurría y amenazaron a mi padre con denunciarlo a los servicios sociales. Los asistentes vinieron, y por un tiempo, mi padre pareció recapacitar: cocinaba, limpiaba, intentaba aparentar normalidad. Pero era solo una fachada. Bebía aún más, hasta que un día apareció en nuestra casa una mujer nueva.
Se llamaba Lourdes. Yo, Arturo, un niño de diez años, la miraba con recelo. ¿Cómo podía papá traer a alguien después de mamá? Pero entendí una cosa: si se casaban, los servicios sociales nos dejarían en paz. Así que Lourdes entró en nuestras vidas y, para mi sorpresa, resultó ser buena. Tenía un hijo, Javier, de mi edad, y pronto nos hicimos amigos. Mi padre alquilaba su piso, y los cuatro vivíamos en el amplio apartamento de Lourdes. La vida parecía mejorar, y empecé a creer en la esperanza.
Pero la felicidad es frágil. Dos meses después, mi padre murió. Su corazón no resistió el alcohol y la pena. Me quedé solo, y mi mundo se vino abajo. Tras el funeral, me llevaron a un orfanato —papá y Lourdes no se habían casado, y yo no era su hijo—. Me sentaba en la fría habitación del centro, mirando por la ventana, mientras la esperanza se escapaba. Sentía que no le importaba a nadie, que mi vida había terminado.
Pero Lourdes no me abandonó. Todos los días venía al orfanato, me traía dulces, hablaba conmigo, me abrazaba. Luchó por mí, reunió los papeles para adoptarme, recorrió mil oficinas. Yo no lo creía posible —demasiadas veces me habían fallado—. Hasta que un día la cuidadora me dijo: «Arturo, recoge tus cosas. Ha venido tu madre». Salí al portón, vi a Lourdes y a Javier, y las lágrimas brotaron sin control. Corrí hacia ellos, los abracé con fuerza, como si temiera que desaparecieran. Entre sollozos, la llamé mamá por primera vez y no paré de darle las gracias.
Volver a casa fue un milagro. Sentí calor, seguridad, amor de nuevo. Lourdes no fue una madrastra, sino una verdadera madre —ni siquiera me sale llamarla de otra forma—. Me dio una familia, un hogar, una luz cuando estaba al borde de la desesperación.
Los años pasaron. Terminé el instituto, entré en la universidad, conseguí un trabajo. Javier y yo seguimos siendo hermanos —no de sangre, pero de corazón—. Tenemos nuestras propias familias, pero nunca olvidamos a Lourdes. Todos los fines de semana vamos a Pinar del Rey, donde nos espera con sus empanadas caseras, sus abrazos y sus consejos sabios. Se alegra de nuestros logros y nos consuela en los malos momentos. La miro y no dejo de agradecerle al destino por una madre así.
Lourdes me salvó cuando nadie más me quería. Me regaló una vida llena de amor y sentido. A veces pienso: ¿qué habría sido de mí si no hubiera vuelto por mí? ¿Habría resistido solo? Su gesto demuestra que la verdadera familia no se construye con sangre, sino con el corazón. Quiero decirle: «Mamá, gracias por todo». Y que el mundo entero sepa lo increíble que es.
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