Traición tras una taza de té: Una historia

**Traición a la hora del té: La historia de Dolores**

Dolores caminaba hacia casa después del trabajo, con el alma ligera—ese día la habían dejado salir antes. Las calles de Toledo respiraban el calor primaveral, y ella pensaba en cómo aprovechar esa tarde inesperadamente libre.

—¿Y si paso a ver a Rosario?—le cruzó por la mente—. Hace tanto que no nos vemos.

La decisión fue instantánea. Dolores entró en una pastelería a comprar un pastel de cerezas y, media hora después, llamaba a la puerta de su amiga.

—¡Hola!—Rosario abrió la puerta, con una chispa de picardía en los ojos.
—¡Vengo de visita!—sonrió Dolores, extendiendo la caja del pastel.
—Pasa, tengo una sorpresa para ti—dijo Rosario de pronto, con un tono extraño.
—¿Qué sorpresa?—Dolores se tensó, pero sin esperar respuesta, entró en la cocina. Allí se quedó petrificada, como si un rayo la hubiera alcanzado, al ver lo que Rosario llamaba “sorpresa”.

—”Las amigas solteras no tienen lugar en la casa de una mujer casada”—solía decirle su abuela—. “Manténlas a distancia, no les abras el alma, o llorarás lágrimas amargas”.

Dolores siempre había hecho caso a los consejos de su abuela, aunque sus amigas eran pocas. Algunas se habían perdido en el tiempo, otras se alejaron tras discusiones, y solo Rosario seguía a su lado. Su amistad, forjada desde la escuela, duraba ya casi cuarenta años. Juntas habían compartido alegrías y penas: Dolores y su marido, Francisco, criaron a dos hijos y los enviaron a estudiar a Madrid, mientras Rosaria se enorgullecía de los éxitos de su hija Beatriz y soñaba con un futuro feliz para ella.

—”Mi felicidad no fue como esperaba, pero al menos que Beatriz tenga suerte”—decía Rosario con melancolía.
—No digas eso—la consolaba Dolores—. Beatriz es una muchacha lista, todo le saldrá bien. Y tú no tienes de qué quejarte: una hija maravillosa, un piso acogedor. Bueno, lo del marido… eso sí fue duro.
—Duro fue aguantar sus desvaríos tantos años, perdonarlo una y otra vez—respondía Rosario con amargura—. Pensé que cambiaría, que se calmaría, pero solo empeoró.

Dolores conocía la historia de su amiga como si fuera la suya propia. El marido de Rosario, Gonzalo, nunca dejó de perseguir a otras mujeres. Mientras ella criaba sola a Beatriz, ayudaba a sus padres y se partía el lomo en dos trabajos, él disfrutaba de la atención ajena. A veces ocultaba sus amoríos, pero casi siempre terminaba en escándalos. Gonzalo juraba cambiar por la familia, y Rosario volvía a creerle. Así pasaron veinte años, hasta que, tres años atrás, se fue con una joven amante.

—Beatriz ya es mayor, lo entenderá, y nosotros somos extraños, así que no hay razón para seguir—le espetó entonces.

Mientras Rosario intentaba reponerse, Gonzalo desapareció llevándose todos sus ahorros. El piso era de sus padres, así que no pudo reclamarlo. El dinero, en cambio, lo consideró “justa compensación” por los años vividos. En esos días oscuros, Dolores fue la única que la sostuvo, ayudándola a no derrumbarse.

—Mamá, tú misma repetías lo de la abuela, que las amigas solteras no entran en casa de casadas—le recordaba su hija mayor, Lucía.
—No digas tonterías—se defendía Dolores—. Rosario y yo somos como hermanas, no la abandonaré ahora.
—Venga, mamá, estamos de broma—intervenía su hijo pequeño, Javier—. Aunque nos tienes hartos con esos refranes, y encima traes a Rosario casi todos los días.
—¿Qué estupidez es esa?—se indignaba Dolores—. ¿Acaso creéis que Rosario intentará quitaros a vuestro padre o romper nuestra familia? Somos como una sola casa, ¡dejad de decir insensateces!
—Bromeamos, solo bromeamos—se reía Lucía—. Rosario es como una tía para nosotros, ¿qué intrigas vais a montar a vuestra edad?

Dolores hacía oídos sordos a las bromas de sus hijos. En su juventud, sí siguió los consejos de su abuela, pero Francisco nunca dio motivo para desconfiar. Tranquilo, serio, trabajó toda su vida para la familia, y los domingos los pasaba en casa, leyendo el periódico o arreglando algo. Antes era amigo de Gonzalo, pero tras el divorcio de Rosario, el contacto se rompió. Dolores y Francisco se quedaron del lado de ella, y Gonzalo cortó todo lazo, empezando una vida nueva.

—Rosario está sola, habrá que invitarla a las fiestas—decía a menudo Dolores, y Francisco asentía.
—A Rosario se le ha roto el grifo, ve a verlo—le pedía, y él iba sin protestar.
—El sábado necesita ayuda con el coche—continuaba—. Hay que traer muebles de la casa del pueblo y no quiere pagar a un extraño.

Francisco cumplía en silencio: arreglaba, transportaba, ayudaba. Rosario, agradecida, le enviaba hortalizas de su huerto, le hacía pasteles, y todo parecía normal.

—Eres una temeraria—le decía su compañera Ana al saber de esa amistad—. ¿De verdad confías tanto en tu amiga y en tu marido para dejarlos solos?
—No digas bobadas—se reía Dolores—. Rosario fue testigo en nuestra boda. Con Francisco llevamos treinta años juntos, y nunca hubo motivos para dudar. Esas pasiones son cosa de jóvenes, a nuestra edad ya no hay tiempo para líos.
—Bueno, mira, la vida da muchas vueltas—respondía Ana, escéptica.

Y era cierto: Dolores nunca había dudado de los suyos. La idea de que hubiera algo entre ellos le parecía absurda. Pero ese día, cuando llegó sin avisar a casa de Rosario, su mundo se derrumbó. En la cocina, con una bata cómoda y un plato de cocido, estaba Francisco.

—¿Esto qué es?—tembló su voz—. ¿No estabas de caza? ¿Otra vez necesitaba ayuda Rosario?

Rosario dio un paso al frente, con determinación.
—Escucha, Dolores, hablemos con claridad. Tal vez es mejor que lo hayas visto. Estábamos hartos de escondernos, pero no teníamos valor para decírtelo.

Las palabras de su amiga la golpearon como un martillo. Dolores miraba alternativamente a Rosario y a Francisco, conteniendo las lágrimas. Casi no escuchó lo que siguió—tenía la cabeza embotada y el corazón destrozado. Las lágrimas cayeron en casa, cuando se desplomó en el sillón, apretando una taza de té frío.

—Perdona, ni yo mismo sé cómo pasó—balbuceaba Francisco, evitando su mirada—. Pero sentimos algo. Seguir juntos sería un error. Rosario y yo queremos vivir juntos.

—¿Ah, sí?—fue todo lo que pudo decir Dolores, ahogándose en rabia.

Días después, Rosario fue a verla, pero la conversación solo la hirió más.
—No nos juzgues—decía deprisa—. Tú has sido feliz todos estos años, y yo sufrí con el mío. Yo también merezco algo bueno, aunque sea así. No es un ataque contra ti, simplemente sentimos algo.

—¿Así que decidiste quitarme a mi marido y olvidar todo lo que hubo entre nosotras?—contuvo a duras penas la furia Dolores.
—No lo dramatices—murmuró Rosario, apartando**Dolores comprendió entonces que, a veces, el té más amargo es el que uno mismo prepara sin darse cuenta.**

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