MI HIJA NO SUELTA A NUESTRO PERRO Y TODAVÍA NO LE HE DICHO QUE NO ESTARÁ AQUÍ LA PRÓXIMA SEMANA

Ella aún no lo sabe.

Ella piensa que Max simplemente está “un poco más cansado últimamente”, como le dije anoche cuando le preguntó por qué no persiguió su tutú por el pasillo como suele hacer.

Tiene trece años. Mayor para ser un golden retriever. Demasiado mayor, al parecer, para el tipo de cáncer que ya se ha extendido más de lo que pensábamos. El veterinario nos dio un plazo. Voz tranquila. Ojos amables. Dos semanas, quizá tres. Ya estamos al borde de esa ventana.

Pero mi hija, Leila, todavía se aferra a él como si fuera a quedarse para siempre.

La han vestido con sus trajes de ballet y han estado haciendo pequeños espectáculos en la sala solo para Max. Dice que él es su “público más importante”. Y él la observa —todavía leal, todavía tierno— incluso cuando parece que su cuerpo apenas se mantiene en pie.

Hoy entró a la cocina con las manos llenas de papeles, todos marcados con crayones. “¡Mira, mamá! Le hice a Max un programa de ballet especial”, dijo radiante. “¡Va a ser la estrella del espectáculo esta noche! ¡Y tú y papá son el público!”

Sonreí, pero no me llegó a los ojos. ¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba a romperle el corazón cuando estaba tan felizmente inconsciente, tan convencida de que Max siempre estaría ahí para verla dar vueltas con su tutú? Sabía que llegaría el momento, pero no estaba segura de poder soportar el momento en que se diera cuenta de que Max no estaría en su próximo espectáculo.

“Qué maravilla, cariño”, dije con la voz ligeramente temblorosa al aceptar el papel. El dibujo estaba un poco torcido, pero no importaba. Leila había dibujado a Max sentado en una silla, al frente y en el centro, mientras bailaba frente a él. Su amor por él era tan puro, tan inocente, que me dolió aún más el corazón.

Max, tumbado en su alfombra favorita, levantó la cabeza al oír su voz, meneando la cola débilmente. Su pelaje, antes brillante, se había apagado y ahora se movía más despacio, pero la misma chispa seguía ahí. Era más que una simple mascota. Había sido su compañero desde que era pequeña, la única constante en su vida. Y ahora, con el paso del tiempo, sentía el peso de saber que tenía que soltar tanto al perro como a la persona que solía ser: la que podía arreglarlo todo, protegerla de las partes dolorosas de la vida.

Más tarde esa noche, mientras cenábamos, Leila me preguntó si Max podía ir con nosotros al parque al día siguiente. “¡Podemos hacer un picnic! Y me aseguraré de que tenga suficientes bocadillos para que se mantenga fuerte”, dijo con la voz llena de optimismo.

Dudé un momento, intentando contener las lágrimas. «Cariño, Max no se encuentra bien. Seguiremos yendo al parque, pero puede que Max no pueda acompañarnos esta vez. Necesita descansar».

El rostro de Leila se desmoronó por un instante, y luego volvió a sonreír, aunque no llegó a sus ojos. “De acuerdo, mamá. Pero aún podemos ir juntas, ¿no?”

“Claro”, dije con el corazón apesadumbrado. Pero en el fondo sabía que los próximos días serían los más difíciles que jamás viviríamos.

Esa noche, al arropar a Leila, la besé en la frente; me temblaban un poco las manos. «Buenas noches, cariño. Que duermas bien. Max estará aquí cuando despiertes».

Bostezó, acurrucándose en la almohada. “Quiero a Max, mamá”, susurró.

—Lo sé, cariño. Y él también te ama.

Las palabras se sintieron tan definitivas, como una promesa que no estaba segura de poder cumplir. ¿Cómo podría prepararla para lo que se avecinaba? ¿Cómo podría explicarle a mi dulce e inocente hija que a veces quienes más amamos no duran para siempre? ¿Que el amor que les damos no puede salvarlos de todo, ni siquiera del tiempo mismo?

Al día siguiente, llevé a Max al parque. Leila iba en el asiento delantero del coche, charlando animadamente sobre lo que quería hacer con Max cuando llegáramos. Tenía una bolsa llena de golosinas para él, juguetes pequeños e incluso una manta para que se tumbara. Pero yo lo sabía. Sabía que Max no podría correr como antes. No podría perseguir la pelota de tenis ni ladrarles a las ardillas en los árboles. Ya estaba demasiado débil.

Cuando llegamos al parque, vi cómo su emoción se convertía poco a poco en confusión al darse cuenta de que Max apenas podía caminar. Sostuvo la correa en la mano y lo animó suavemente a avanzar; su vocecita lo animaba con cada paso.

¡Vamos, Max! ¡Te lo vas a pasar genial hoy! ¡Solo un poquito más, sé que puedes!

Observé, con el corazón roto, cómo Max se tambaleaba; sus piernas estaban demasiado cansadas para llevarlo más lejos. Miró a Leila con esos ojos familiares, los que siempre habían estado llenos de amor y lealtad. Soltó un pequeño suspiro, como si se le intensificara la sensación de no poder seguir, pero permaneció a su lado. Siempre a su lado.

—Max no puede jugar hoy, cariño —dije suavemente, arrodillándome a su lado—. Pero sigue aquí contigo. Le encanta pasar tiempo contigo, aunque ya no pueda correr como antes.

Leila me miró con los ojos abiertos, confundida. “Pero, mamá… ¿por qué? ¿Por qué no puede jugar?”

Me tragué el nudo en la garganta. ¿Cómo podía pronunciar las palabras? ¿Cómo podía decirle que Max, el perro que había sido su mejor amigo, se acercaba al final de su vida? ¿Que pronto no lo tendría para jugar con él, para compartir sus secretos, para ser el público de sus pequeñas actuaciones?

Quería protegerla de ese dolor, decirle que no era cierto. Que Max siempre estaría aquí. Pero no pude.

Cariño, Max se está haciendo viejo. Está cansado y, a veces, cuando los perros envejecen, ya no se sienten tan fuertes como antes.

Leila me miró fijamente, frunciendo el ceño. Se arrodilló junto a Max, ahuecándole la cabeza entre las manos. «Pero Max no está cansado. Solo está descansando. Se está preparando para la próxima gran actuación», dijo con seriedad.

Sonreí entre lágrimas. “Creo que tienes razón. Solo está descansando para el próximo gran espectáculo”.

Y durante los siguientes días, eso fue lo que hicimos. Leila actuaría para Max en la sala. Bailaría, cantaría y presentaría sus pequeños espectáculos, todo para él, todo pensando en él. Y aunque el cuerpo de Max se debilitaba, sus ojos aún brillaban al observarla. Aún recostaba la cabeza en su regazo, como si comprendiera cuánto lo necesitaba. Y en esos momentos me di cuenta de algo: aunque el tiempo fuera corto, el amor entre ellos era eterno.

Lo más difícil llegó una semana después, justo después de regresar del parque. Max apenas podía levantar la cabeza. Sabía que era el momento.

Esa noche, Leila se sentó a su lado en el sofá, acariciando su pelaje con su manita. “Siempre te querré, Max”, susurró. “Gracias por ver mis programas. Gracias por ser mi público más importante”.

Y en ese momento, supe que tenía que dejarla despedirse. Tenía que dejar que lo despidiera, a su manera, antes de que se fuera. La verdad era que todos teníamos que despedirnos. Pero fue su amor por Max, su corazón puro, lo que me ayudó a comprender algo importante: a veces, el amor no se trata de salvar del dolor a quienes amamos, sino de apreciar el tiempo que pasamos con ellos, incluso si es fugaz.

A la mañana siguiente, sentados juntos, Max exhaló su último aliento, en silencio, con la mano de Leila en su cabeza y la mía sobre sus hombros. Fue una paz inmensa. Y comprendí que el amor que Max nos había dado no se trataba solo de su presencia, sino de las lecciones que nos había enseñado: cómo amar sin dudar, cómo estar ahí para alguien pase lo que pase y cómo despedirnos con gracia.

Abracé a Leila con fuerza, susurrándole siempre al oído: «Está bien estar triste. Está bien extrañarlo. Pero recuerda, Max estará contigo, en tu corazón».

Ella asintió, con su vocecita suave pero decidida. “Lo sé, mamá. Siempre será mi mejor amigo”.

La lección es simple: ama con todo lo que tienes, valora los momentos y, cuando llegue el momento, permítete llorar. Soltar no significa olvidar. Significa honrar lo que fue y llevarlo contigo a medida que avanzas.

Si alguna vez has tenido que despedirte de un ser querido o has sufrido alguna pérdida, comparte esta historia. Es para quienes están aprendiendo a amar, a dejar ir y a sanar. Recordemos que incluso en los momentos más difíciles, siempre hay espacio para crecer, para amar y para nuevos comienzos.

Y si encuentras algo significativo en esta publicación, dale me gusta, compártelo y sigamos difundiendo el amor.

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